Tripalium

«Tenemos que imaginar a Sísifo dichoso», dice Camus.

¿Y podemos pensar: por qué mierda tendríamos que hacerlo? Por qué mierda tendríamos que imaginar que sonríe, cuando está claro que tiene que pasarse la eternidad empujando una roca que sabe que volverá a caer a las laderas de la montaña una vez y otra, y así. ¿Qué gana, con esto? ¿Le hace gracia? ¿Es idiota? ¿Dónde está la dicha, aquí? Lo vigilan, podemos pensar. Los dioses que lo han castigado lo vigilan y tiene miedo y por eso sonríe. Tiene miedo que si se muestra rebelde, le aumenten la pena, como si esto fuera posible, como si pudiera haber nada peor. Pero ni siquiera esto; los dioses hace tiempo que no prestan atención. Hace tiempo que está solo. Pero sonríe, dice Camus.

Y entonces pensamos que es idiota o que ha perdido la razón. Que está loco. O que está muerto. Es esto, está muerto: la sonrisa de Sísifo es un rictus. Rigor mortis. Está muerto desde hace tiempo, solo que no lo sabe.

Sinopsis

Siguiendo los consejos de sus progenitores, y para contentarlos, un individuo consigue lo que siempre han deseado para él: un trabajo de funcionario -estable, bien remunerado- que desarrollará en un oscuro departamento del ministerio del interior; un trabajo que odia pero que le proporcionará la estabilidad necesaria para formar su propia familia, cuidar a sus padres y permitirse sus buenas vacaciones de verano a países en vías de desarrollo. Y esto es todo. Nada más. FIN.

Porque de esto va esta historia, de la vida pequeña de un desgraciado, de un Sísifo cualquiera, pero también del Dios católico y de los dioses paganos, y de Maradona y de Edipo, y de la tortura y de la familia, y de la Amazonia, y de la entomología, y de las frases de Mr.Wonderful que invitan a entrar en campos de concentración y ser libres; y se habla de los contratos indefinidos y de las decepciones ilimitadas. Esta es una crónica que retrata como todo sigue igual que siempre, y como por ejemplo, en la sociedad de los selfies y los filtros de Instagram, salimos más guapos en las fotos que nuestros abuelos pero, esclavos del trabajo como ellos, somos igual de infelices.